Yo
desde pequeñita he querido ser una superheroina; una de esas niñas que no
necesitaban dar la luz para ir hasta el baño por ese largo y oscuro pasillo que
me separaba de él, una de esas niñas que entraban en la casa del terror con los
ojos bien abiertos y saludando a las momias y a los fantasmas con una amplía sonrisa,
una de esas niñas que sabía defenderse sola cuando las chicas mayores se metían
con ella. Pero no, yo siempre he tenido miedo a muchas cosas: a la oscuridad, a
las brujas de los cuentos, a los secuestradores que me raptaban en sueños… Y
aunque siempre he tenido mucho miedo, no me gustaba reconocerlo, siempre me
enfrentaba al miedo con la cabeza bien alta y con el corazón aterrorizado. Tampoco
me gustaba huir porque en las películas de superhéroes huir era de cobardes y
yo, nunca he estado dispuesta a serlo. También, me gustaba demostrar que era
fuerte: seguía corriendo a pesar de la herida que sangraba en mi rodilla y fingía
que no me dolía cuando me la curaban con alcohol, aunque por dentro estaba
gritando de dolor y mi puño buscaba desesperadamente algo a lo que aferrarse. Y
ahora que soy más mayor, me doy cuenta de que no
soy muy distinta a esa niña de seis años que llevaba coletas y que tenía miedo
a quedarse sola, pero que haría cualquier cosa con tal de que su puto orgullo saliese
ganando de nuevo y que jamás permitiría que el miedo se apoderase de su vida.
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