miércoles, 1 de febrero de 2012

Hay cosas que no se pueden esquivar.

Yo desde pequeñita he querido ser una superheroina; una de esas niñas que no necesitaban dar la luz para ir hasta el baño por ese largo y oscuro pasillo que me separaba de él, una de esas niñas que entraban en la casa del terror con los ojos bien abiertos y saludando a las momias y a los fantasmas con una amplía sonrisa, una de esas niñas que sabía defenderse sola cuando las chicas mayores se metían con ella. Pero no, yo siempre he tenido miedo a muchas cosas: a la oscuridad, a las brujas de los cuentos, a los secuestradores que me raptaban en sueños… Y aunque siempre he tenido mucho miedo, no me gustaba reconocerlo, siempre me enfrentaba al miedo con la cabeza bien alta y con el corazón aterrorizado. Tampoco me gustaba huir porque en las películas de superhéroes huir era de cobardes y yo, nunca he estado dispuesta a serlo. También, me gustaba demostrar que era fuerte: seguía corriendo a pesar de la herida que sangraba en mi rodilla y fingía que no me dolía cuando me la curaban con alcohol, aunque por dentro estaba gritando de dolor y mi puño buscaba desesperadamente algo a lo que aferrarse. Y ahora que soy más mayor, me doy cuenta de que no soy muy distinta a esa niña de seis años que llevaba coletas y que tenía miedo a quedarse sola, pero que haría cualquier cosa con tal de que su puto orgullo saliese ganando de nuevo y que jamás permitiría que el miedo se apoderase de su vida.


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